lunes, 27 de octubre de 2008

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Érase una vez que se era, un niño que vivía en una casa mágica, una casa con una alta torre terminada en punta, como las de las brujas, pero las brujas de verdad, las que llevan zapatos con la punta recortada, usan lentillas para tapar sus ojos rojos, peluca y tienen un pánico atroz a cualquier tipo de animal roedor. La casa era verde, porque ese siempre había sido su color favorito, y en su interior había todo lo q él siempre había soñado… nada más entrar una escalera enorme se cruzaba de un lado a otro, y de ahí al otro, subiendo en zigzag hasta lo más alto, a cada lado puertas y más puertas, y en las paredes cuadros, muchos cuadros de esos q mueven los ojos cuando pasas, en el suelo alfombras, por supuesto, alfombras traídas de Persia (y alguna también de Crevillente) con dibujos q cambiaban dependiendo de la estación o del estado de animo del niño… si él estaba alegre, el suelo se teñía de cientos de colores distintos, formas de todos los tamaños y tipos… por el contrario, si él estaba triste, solo había un color, el marrón, el marrón de las hojas secas del otoño. La casa estaba repleta de cientos de ventanales, cada uno daba a un lugar precioso, y cada uno, obviamente, distinto. La ventana del comedor daba a París, a una callecita de Montmatre, de esas que están llenas de pintores, y puestos de flores; la de la cocina daba a Grecia, concretamente a alguna isla pérdida cerca de Mikonos, con casitas blancas de techos azules; la de la biblioteca daba a NY, la quinta avenida llena de luces y gente paseando el ritmo de sus vidas; y la de su habitación, su ventana favorita, daba a Estambul visto desde la Torre de Gálata, con un paisaje lleno de mezquitas y gaviotas… Al niño le encantaba pasarse las noches en el alfeizar de la ventana contemplando el paisaje, y a veces, si la noche estaba tranquila, podía llegar a oír incluso el canto de llamada a la oración, y el murmullo de la gente en el Gran Bazar, y si corría brisa, los aromas de las especias que los vendedores ambulantes reparten en sus carros, se adueñaban de toda su habitación…

Su estancia favorita era la biblioteca, en ella pasaba horas y más horas, rodeado de sus paredes repletas de libros que él mismo había soñado, y que se habían escrito solitos, cada sueño, cada historia que imaginaba, aparecía al día siguiente perfectamente encuadernada y colocada en su estantería correspondiente dependiendo del estilo: por un lado las historias de misterio e intriga, por otro los dramas tristes y para llorar (los de los días lluviosos), en la estantería de arriba los de amores imposibles y apasionados, y en la de bajo, la que rozaba el suelo, sus favoritos, los libros de aventuras, con selvas, montañas, templos perdidos, insectos gigantes, héroes y doncellas en apuros.
Ahí donde lo veis, él mismo había sido en muchas ocasiones un gran héroe, reconocido en el mundo entero (si, si), un prestigioso arqueólogo conocedor de todos los grandes secretos de la historia. De cada una de sus expediciones se había traído un recuerdo, y los tenía colocados por toda la casa: piedras preciosas, manuscritos, un árbol milenario que tenía en el patio interior, una vidriera que el obispo de Notre Damme le había regalado y que adornaba el centro de la biblioteca, hasta un elefante gigante, de esos que tienen colmillos de marfil y que el niño había colocado estratégicamente en el techo a modo de vigía. Cuando el elefante, que se llamaba Dumbo (sí, poco original, pero no se le puede pedir más a un niño…), atisbaba cierto peligro, hacia sonar su trompa tres veces para poner a todo el mundo alerta en la casa. Y digo a todo el mundo, porque el niño no vivía solo… por toda la casa había cientos de rostros amigos que le acompañaban, y eran eso, solo rostros, sin cuerpo ni extremidades… estaban colocados por las paredes, en los pomos de las puertas, alguno guardaba las esquinas y dos de ellos hacían compañía a Dumbo en lo alto de la casa. Los rostros amigos cuidaban al pequeño, le hablaban, le observaban crecer, lloraban por él, reían con él, pero sobretodo, le escuchaban… día tras día.

Y él era feliz, en cada rincón de su casa, soñando cada libro, rodeado de sus rostros amigos, bajo la protección de Dumbo, y respirando el aroma a té turco y croissant parisino.





Cada mañana se levantaba, se pellizcaba la mejilla para comprobar si todo aquello era real, y entonces, solo entonces, se daba cuenta de que sí, de que era totalmente real, porque así lo había querido, porque así lo soñaba, y así lo imaginaba… una casa verde, con una torre que termine muy en punta, como las de las brujas, y que tenga un elefante en lo alto para protegerme…

¿Para que sirven los pellizcos?
Yo no me fío de esos viejos trucos…





FOTO_ la "casa de las brujas", en Alicante... existe

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